martes, 3 de enero de 2012

Bachero


Ahora que termine de comer voy a lavar los platos. Toda mi vida me molestó lavarlos. Siempre deje que lo haga otra persona, lo reconozco. Cada vez que la situación me señalaba como "al que le tocaba" me hice el boludo y calladito pase de largo. Pero en estos últimos tiempos descubrí que no era tan agotador como pensaba. Que ni siquiera tardaba tanto como mi cabeza me decía. Y hasta que me gustaba, solo tenía que empezar y despues no podía parar.
Asi que empece. Puse el tapón para que la piletita de llene de agua mientras enjuago las cosas y arranqué con los cubiertos.
Como para mi son los mas difíciles de lavar por sus endijas y sus filos, los primereo, asi me los saco de encima y ya. Despues voy sacando lo que encuentro bajo dichas aguas.
Saco uno. Un vaso, utensillo fácil y con sistema propio de lavado. Le meto la esponja por dentro y lo giro sobre su propio eje, ni mas ni menos. Queda hecho una pulcritud.
Vuelvo a meter la mano bajo el agua, tanteo y saco. Un plato. Este tambien es fácil por su basta y lisa superficie. Aunque no tiene un sistema automatizado como el vaso, si se limpia con facilidad.
Y así voy sorteando bajo el agua espumante, sacando una a una aquellas cosas que me ayudaron a preparar y a comer mis alimentos. Saco, lavo, dejo. Saco, lavo, dejo. Y poco a poco voy quedando exhausto. Y aunque ya no quedan muchos cubiertos ni utensillos, aún queda la superficie donde estoy lavando. ¡Uf! Bueno, hago el último esfuerzo y limpio todo de una.
¡Clin! Terminé. Un halo de luz se refleja por la cocina. Hago un paneo general y veo como mi trabajo dio sus frutos. Que lindo, todo en su lugar y yo ya no lavo mas. Error. Cuando me doy vuelta miro hacia la cocina y una gigantesca y abundantemente grasosa cacerola se asienta sobre ella. Grrrrrrr. Volver a lavar.